De sacramento

Poenitentia.

Hará cosa de 4 o 5 meses leí un ejemplar de la revista 'Atalaya'. Ya saben de que estoy hablando. Me llamó muchísimo la atención un artículo dirigido específicamente a adolescentes que están por enfrascarse en sus primeras batallas contra 'los demonios de la carne'. Por todos lados, consejos prácticos: qué hacer si se descubre que un amigo de la escuela tiene pornografía en el teléfono celular, qué hacer si tu mejor amigo tiene revistas 'para caballeros' debajo del colchón de la cama, qué hacer, en fin, si uno está tentado de caer en pecado al encontrarse a solas con una chica o chico, sea de nuestro propio sexo, o del otro.

Los remedios: contarlo a un hermano mayor, contarlo a un amigo mayor que nos pudiera escuchar -el pastor, por supuesto-, en el caso de que se pueda, contarlo a nuestro padre o nuestra madre, que 'seguro sabrán escuchar y nos podrán comprender'.

Búsquedas desesperadas de 'desahogo', el sacramento por ninguna parte.

Volví los ojos a mi experiencia propia, y encontré que, dentro de la iglesia católica, el recurso del sacramento -hoy día devaluado al cual más- es un arma de doble filo, que daña las más de las veces cuando es solicitado sin la preparación y valoración correspondiente, y cuando es proporcionado por un sacerdote sin la vivencia y experiencia de la condición humana correspondiente.

El sacramento, profundizado y experimentado el sentido más hondo de su razón de ser -un medio de transmisión de la gracia- puede operar en la vida propia, en determinada dirección, un cambio y transformación magníficos.

Lo que ví respecto a los consejos de esa revista -lástima que en casa me tiraron el ejemplar, hubiera estado de perlas escannearlo- era la desesperación de 'descargar' el alma, aunque esta descarga ayude momentáneamente, pero del desahogo o la descarga, a recibir el perdón -a se-, o ser perdonados hay un abismo tremendo.

El sacramento del perdón -antes de le llamaba 'penitencia' o 'reconciliación'- ofrece la oportunidad de acercarse, confesar los pecados -bajo la premisa aquella de que 'todo lo que sea atado...'- y recibir un perdón efectivo por parte del sacerdote que perdona 'en el nombre de'.

Decía que es un arma de doble filo.

En mi vida adulta, y después de haber atravesado un sinfín de peripecias, encuentro en el sacramento mismo la oportunidad de reconciliarme y seguir saliendo avante las infinitas luchas mantenidas con la tentación, y con los pecados propios. Una lucha nada fácil.

Y respecto al artículo mencionado supra, mi experiencia personal de la primera -y primeras confesiones- resultó perniciosa en sumo grado.

Al dársenos la instrucción para la preparación a la primera comunión, se pasaba por el sacramento del perdón como un imperativo para acercarse al sacramento la eucaristía, visto que todos 'somos pecadores necesitados de la gracia de Dios' y que nadie era digno por sí mismo de presentarse como 'digno' de recibir el cuerpo de Cristo. El problema es que a mis siete años no sabía qué era esa gracia, ni qué era ese perdón, ni cuáles eran exactamente los pecados de los que debía confesarme. Fornicar, desear bienes ajenos, desear a la mujer del prójimo, ¿cómo hacer que un niño de siete u ocho años entienda eso sin romperle de un tajo la 'inocencia' o sin despertar el sentimiento del morbo, esa curiosidad insana?

Las chicas que nos preparaban necesitaban, quizá, más preparación que algunos de nosotros. La que me daba la clase de catecismo no sabía ni persignarse bien, y frecuentemente me pasaban al frente del salón 'para que les enseñara' a los demás niños cómo hacer bien la crucecita mientras se recitaba la fórmula correspondiente. Al bochorno de tener qué persignarse frente al grupo, auméntesen las palmaditas y sonrisas complacientes 'de la maestra' y se tendrán razones para aborrecer cualquier ceremonial religioso.

Y el mayor problema: acercarse al sacerdote, que para colmo en esa ocasión especial de la primera confesión, elegía un lugar cercano al altar, bajo el crucifijo del templo, para confesarnos a cada uno.

El miedo de que los demás escucharan, el miedo de ver primero enfrente a 'un señor' con cara severa y lentes 'de viejito', y luego sobre él, la imagen sangrante y crucificada de un Cristo rígido, que parecía querer descender y señalarnos y restregarnos en la cara nuestra condición de pecadores.

Para mí no fue nada fácil esa confesión. No era un santo, ni lo he sido. Y comparando mi comportamiento con el de mis hermanos menores, supongo que sería lo que hoy se llama 'un niño muy bien portado'. Así que mi nómina de pecados iba prácticamente en ceros, o los pecados 'graves' que nos habían repetido una y otra vez en ese recitar constante y machacón de los siete pecados capitales y ver si se vivía o nó según los diez mandamientos, para lo primero -los pecados capitales- todo era ver que no los había cometido 'a conciencia' y para lo segundo, era ver que vivía según lo que entendía como 'buen cristiano'.

Tres o cuatro minúsculos pecados era todo lo que traía en el morral. Y entonces el sacerdote -no sé qué demonios pensaba- me miró y me preguntó ¿qué más?.

Terror.

Terror porque por más vuelta que le daba, conocía mi conducta o conductas pecadoras que eran tres o cuatro -rezongar por tener que lavar trastes o trapear la casa, enojarse porque un compañero nos empujó a la hora del recreo, la envidia de la mochila o la lonchera nueva de algún otro compañero de clase- y no había nada más. Los pecados 'más graves' -todo lo relacionado con el tabú de lo sexual- estaban ausentes. Esa pregunta me obligó, enmedio de mi miedo, incertidumbre, y la necesidad de ser más pecador para merecer más el perdón -entonces no habría podido decirlo ni expresarlo así, aunque eso mismo fue lo que experimenté- a inventar 'pecados' o por lo menos hacer un repaso de lo que veía hacían mis hermanos menores y atribuírmelo en mi propia lista.

El sacerdote sonrió, me dió consejos para 'ser un buen niño', y me dió un perdón que no supe cómo se debía recibir. Porque me estaba perdonando cosas que no había hecho, y me había obligado a sentirme despreciable cuando en verdad no lo era tanto.

Las siguientes tres o cuatro confesiones iban y fueron por el mismo tenor.

Cuanto más pasaba el tiempo, más tiempo dejaba correr entre confesión y confesión, al punto de ser algo verdaderamente aterrador el tener que acercarse y recibir la absolución.

Si nó me convertí entonces en un perfecto cínico, fue gracias a mi madre, y la situación que se vivía en casa.

Dejo hasta aquí esta entrada, ya que seguiré con el sacramento de la eucaristía, y mis primeras vivencias en torno a el.

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