Carta acerca del origen de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México. 56 - 60.

Quod scripsi, scripsi!

56.- A las informaciones se agregaron dictámenes de pintores y de médicos. Los primeros afirmaron que aquella pintura excedía a las fuerzas humanas, y los segundos que su conservación era milagrosa. Contra aquellos hay la declaración pública del padre Bustamante: él dijo en el púlpito que la imagen era obra del indio Marcos y nadie le contradijo. A los médicos pudiera decirse que se conservan muchísimos papeles de mayor antigüedad, a pesar de que son más frágiles que un lienzo y de que ruedan por todas partes. Los señores canónigos que en 1795 dieron el dictamen contra el sermón del padre Mier, decían que «los colores se han amortiguado, deslustrado, y en una u otra parte saltado el oro, y el lienzo sagrado no poco lastimado». En todo caso la conservación de la imagen sería milagro diverso y sin relación alguna con el de la Aparición. Se cree también que la imagen de Nuestra Señora de los Ángeles se conserva milagrosamente en una pared de adobe y nadie le ha atribuido por eso origen divino.

57.- La Santa Sede, obrando con prudencia, dio largas al negocio, y parece que la devoción mexicana volvió a enfriarse un poco, porque el expediente durmió en Roma unos ochenta años, y hasta se perdieron las informaciones de 1666. Fue preciso que un acontecimiento tan notable como la peste de 1737 viniera a revivir el fervor. La ciudad quiso jurar por su patrona a la Santísima Virgen de Guadalupe, y con tal motivo se renovaron en Roma las instancias con grandísimo empuje. El resultado fue la concesión del rezo el 25 de mayo de 1754.

58.- Para sacar una copia exacta de la imagen y enviarla a Roma en apoyo de las nuevas diligencias, se hizo otra inspección de pintores el 30 de abril de 1751; entre ellos estuvo —32→ el célebre don Miguel Cabrera, quien imprimió después su dictamen con el título de Maravilla Americana. Puede suponerse lo que diría un pintor preocupado ya con la creencia general, con el resultado de la inspección de 1666, y con la presencia de altos personajes, que no le dejaban libertad, ni le hubieran tolerado la menor indicación de que había en la imagen algo que no fuera sobrenatural y divino. Años después y en tiempos ya diversos, sólo porque Bartolache publicó en la Gaceta el anuncio de su Manifiesto Satisfactorio, no faltó quien le dirigiese un anónimo tratándole de judío y conminándole con castigos dignos de su pecado, en ésta o en la otra vida. Y el caritativo Conde y Oquendo deseaba «que no se atizasen las llamas del purgatorio de ningún incrédulo» (Bartolache que lo fue sólo a medias); cuando acabase de caer a pedazos la copia colocada en la capilla del Pocito. Así es que Cabrera explicó lo mejor que pudo, convirtiéndolos en primores, los defectos de arte que se notan en la pintura, y huyó el cuerpo al más aparente, cual es que las figuras doradas de la túnica y las estrellas del manto estén colocadas como en una superficie plana en vez de seguir los pliegues de los paños. Bartolache hizo practicar tercer examen de pintores el 25 de enero de 1787 en presencia del señor abad y un canónigo de la Colegiata. Las declaraciones de estos facultativos discrepan ya bastante de lo que habían asentado los antiguos. El tosco ayate de maguey se convirtió en una fina manta de la palma iczotl: aseguraron que tenía aparejo, negaron algunas particularidades notadas por Cabrera, y en fin: preguntados si supuestas las reglas de su facultad, y prescindiendo de toda pasión o empeño, tienen por milagrosamente pintada esta santa imagen, respondieron: «que sí, en cuanto a lo sustancial y primitivo que consideran en nuestra santa imagen; pero no, en cuanto a ciertos retoques y rasgos que sin dejar duda demuestran haber sido ejecutados posteriormente por manos atrevidas». La gravedad del caso exigía que hubiesen especificado qué era lo añadido por esas manos atrevidas. Grande es la distancia entre el entusiasmo de Cabrera y las frías reticencias de los pintores de Bartolache. No imagino que aquel —33→ obrara de mala fe. Los colores de los indios eran muy diversos de los nuestros, y por eso no es extraño que causasen confusión a los pintores de los siglos XVII y XVIII, hasta hacerles imaginar que en un solo lienzo se reunían cuatro géneros de pintura, diversos y aún opuestos entre sí: ellos no conocían ya aquella especie de pintura. Ésto, las ideas preconcebidas, y el respeto que infunde un concurso de personas graves, explican bien los dictámenes de los peritos antiguos. Como algunas de estas circunstancias no obraban ya con igual fuerza en los de Bartolache, respondieron de otra manera.

59.- Vengamos a la tradición, que es el arma más poderosa de los apologistas, y tanto, que Sánchez se habría atrevido a escribir con sólo ella, aunque todo lo demás le faltase. Traditio est, nihil amplius quaeras, repiten todos. Sea enhorabuena, aunque no estoy del todo conforme con el sentido que se da a proposición tan absoluta. Pero hay que saber primeramente si la tradición existe, y por todo lo que va ya apuntada se advierte que en nuestro caso no la hubo. Tradición es quod ubique, quod semper, quod ab omnibus traditum est. Para que fuera quod semper sería preciso que viniese sin interrupción desde los días del milagro hasta la fecha del libro del padre Sánchez (1648): en adelante ya no hubo tradición, pues el suceso se refirió en escritos. Precisamente en aquel período crítico es donde nos falta. No la había en 1556 cuando el padre Bustamante predicó su sermón, porque si ya la hubiera, él no dijera lo que dijo, o si lo dijera, se habría levantado un clamor general contra el atrevido que atribuía al pincel de un indio la imagen celestial. No la había en 1575 cuando el virrey Enríquez escribía su carta, pues no logró saber el origen de aquel culto; ni en 1622 al predicar su sermón el padre Zepeda. No la había en el año de 1648, porque los capellanes mismos del santuario o ermita la habían ignorado e ignoraban, hasta que el libro del padre Sánchez vino a abrirles los ojos. ¿Dónde, entre quiénes andaba, pues, la tradición? Tampoco es quod ab omnibus, porque ninguno de los distinguidos escritores de ese período la conocía, o a lo menos ninguno la creyó digna de aprecio. No fue aquella una época remotísima y tenebrosa con diez siglos de —34→ edad media encima; no vino después ninguna invasión de bárbaros que acabase con todo. Imprentas hubo que multiplicaran los escritos del argumento negativo; no se halló una que diera uno de los documentos positivos que ahora se alegan. Si en uno o dos escritores siquiera, de los más inmediatos al suceso, por poco fidedignos que en lo demás fueran, encontrara yo alusiones a la tradición, ya creería yo por lo menos que corría entre el vulgo y que valía la pena de aquilatarla. Mas no sé cómo dar nombre de tradición auténtica, jurídica y eclesiástica a esa que en ninguna parte se halla, que el señor Montúfar y los capellanes de la ermita ignoran; que no encuentra cabida en ningún escrito; que tiene más bien pruebas en contra, y que al cabo de más de un siglo de silencio, aparece por primera vez con asombro general en las páginas de Sánchez, para levantarse luego grande, universal, no interrumpida en las declaraciones de los ancianos de 1666, que hasta entonces habían callado como muertos y dejado perder hasta el culto de la imagen aparecida. Si esto debe entenderse por tradición, no habrá fábula que no pueda probarse con ella.

60.- No quiero detenerme a examinar los autores posteriores al libro de Sánchez: todos bebieron en esa fuente, añadiendo, perfilando, ponderando y exagerando más y más. Son autores de segunda mano, que no publicaron documento nuevo. Entre ellos se distingue el padre Florencia por la multitud de pormenores que refiere, sacados nadie sabe de dónde, y algunos tan inverosímiles como el de la castidad que guardó Juan Diego en su matrimonio, por haber oído un sermón de fray Toribio de Motolinía. ¿Cómo pudo averiguar cosas tan íntimas el autor de la relación que Florencia dice haber visto, si no confesó a Juan Diego? El fecundo jesuita empleó la mayor parte de su larga vida en escribir historias maravillosas de Nuestra Señora de Guadalupe, de Nuestra Señora de los Remedios, de Nuestra Señora de Loreto, del Santo Cristo de Chalma, del de Santa Teresa, de San Miguel de Tlaxcala, y de los Santuarios de la Nueva Galicia. Era el representante genuino de la época y tenía sed de milagros. En sus manos todo es maravilloso, y cerró su carrera dejando inédito el Zodiaco Mariano, que el —35→ padre Oviedo, del mismo instituto, refundió y aumentó para darlo a la prensa. Libro detestable, que merecía más que otros estar en el Índice, por la multitud de consejos, milagros falsos y ridículos de que está atestado, con no poca irreverencia de Dios y de su Santísima Madre.

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