Carta acerca del origen de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México. 51 - 55.

Quod scripsi, scripsi!

51.- A cualquiera llamará la atención que entre los documentos anteriores al libro del padre Sánchez se cuente la relación mexicana de Laso de la Vega, que salió al año siguiente. (n.º 13) Es que sin más fundamentos que la elegancia del lenguaje y otros igualmente leves, se ha asentado que el licenciado Laso no es autor de ella, sino que el verdadero es mucho más antiguo «y probabilísimamente es la misma historia o paráfrasis de don Antonio Valeriano». Si se acepta esta superlativa probabilidad, el documento se reduce a otro, y no es uno más. Pero sería bien extraño que después de haber dicho Laso en 2 de julio que no había sabido hasta entonces palabra de tal historia, ya en 9 de enero de 1649 tuviera presentada y aprobada la relación. ¿Dio la casualidad de que dentro de esos seis meses apareciera la relación que tanto tiempo había estado oculta? Si ya la tenía el padre Sánchez, ¿por qué no se refirió a tan precioso documento, en vez de contentarse con vaguedades? Aquí no hay relación antigua. Inflamada la devoción de Laso con el relato de Sánchez, quiso divulgarlo entre los indios, y para ello lo abrevió y puso en lengua mexicana. Eso es todo. Si el lenguaje es bueno, para eso había entonces grandes maestros de mexicano; y basta con recordar el nombre del padre Carochi, que el año de 1645 imprimió su famosa graiática.

52.- El doctor Uribe (1777) habla de una historia de la Aparición en lengua mexicana «archivada en la Real Universidad, cuya antigüedad, aunque se ignora a punto fijo, se conoce que —28→ se remonta hasta tiempos no muy distantes de la Aparición, ya por la calidad de la letra, ya por su materia, que es masa de Maguey, de la que usaban los indios antes de la conquista». (n.º 14) Mucho después continuaron usándola, y tengo documentos de 1580 escritos en ese papel. Pero ¿qué contenía esa relación? ¿Cuál era su fecha? ¿Dónde para hoy? No hay quien conteste a estas preguntas. ¿Por qué no publicar, vuelvo a decir, ni siquiera uno de estos documentos? Dudas había en tiempo del señor Uribe, puesto que escribió una defensa; el Cabildo de la Colegiata no era pobre: ¿qué le impidió sacar a luz los documentos que citaba el defensor, como suele hacerse en todo alegato? ¿No le hizo costear después don Carlos Bustamante la impresión del segundo libro XII del padre Sahagún, haciéndole creer que era un documento fehaciente de la verdad de la Aparición, aunque no habla palabra de ella? Pues si tanto ha sido el descuido, ¿por qué se quiere que recibamos como bueno y concluyente lo que no se conoce? Cuando vemos la constante e inexplicable terquedad con que los apologistas confunden el culto y la aparición, es muy fundado el temor de que en esos papeles desconocidos no se hable más que de culto, de mandas o de limosnas, como sucede en el testamento de Tomelín y muy probablemente en el de Gregoria Morales, que sin embargo se alegan como pruebas de la aparición.

53.- Bartolache, más precavido, no quiso proceder tan de ligero como sus predecesores, sino que habiendo encontrado un añalejo manuscrito, en la biblioteca de la Universidad, hizo que el secretario le certificase la exactitud de los dos pasajes que extrajo. El añalejo no es original sino copia hecha al parecer en Tlaxcala, indudablemente en tiempos comparativamente modernos, pues según el mismo Bartolache, comprende sucesos desde 1454 hasta 1737 inclusive. Los pasajes citados son: uno del año 13 cañas, 1531, que traducido al castellano dice: «Juan Diego manifestó a la amada Señora de Guadalupe de México: llamábase Tepeyacac». El otro es de 1548, 8 pedernales y dice: «Murió el Juan Diego, a quien se apareció la amada Señora de Guadalupe de México». La correspondencia del año está errada, porque al 1548 toca el signo 4 Pedernal, —29→ no 8. Ignoro qué disposición tenía el añalejo: la que comúnmente se les daba era poner al margen, como en una columna o tablero, los signos de los años; y al frente de cada uno escribir lo que ocurría de notable: si nada había, quedaba el signo solo. Tal es a lo menos la disposición de la pintura Aubin y de otras. Si el añalejo de Bartolache llegaba a 1737, la copia era, cuando menos, de esa fecha, que es precisamente la de la peste que fue causa u ocasión de la jura del patronato de Nuestra Señora de Guadalupe. Muy fácil fue añadir entonces en la copia estos pasajes, al frente de los signos correspondientes. De todos modos hace fuerza que sólo en un añalejo de pocas fojas, no original sino copia, concluido cuando se hallaba más exaltado el sentimiento piadoso en favor de la imagen, se encuentren tales menciones, y no en otros auténticos, conocidos y que no sintieron la influencia del libro del padre Sánchez, porque no llegan a su fecha.

54.- Agrávanse las dudas acerca de la existencia o del valor de todos esos documentos con el hecho de que en 1662 el canónigo don Francisco Siles, grande amigo y admirador de Sánchez, hizo que se solicitase de la Silla Apostólica la concesión de fiesta y rezo propio para el día 12 de diciembre, y en vez de remitir, como era natural, en apoyo de la petición, algunos instrumentos auténticos que asegurasen un pronto y favorable despacho, sólo acompañó instancias de los cabildos y de las religiones. A lo menos podían haber ido aquellos papeles que el bachiller Sánchez calificó de bastantes para levantar sobre ellos su inaudita historia. De Roma se anunció en respuesta el envío de un interrogatorio por el cual fuesen examinados los testigos del milagro. Antes de que llegara; preparó el Canónigo lo necesario para recibir la información, que en efecto se hizo a fines de 1665 y principios de 1666. El documento se perdió en Roma y nunca se ha publicado su texto: tenemos únicamente los extractos que trae Florencia. Estas son las famosas Informaciones de 1666 que por el número de testigos y la calidad de muchos de ellos, se consideran como de los mejores comprobantes de la verdad del milagro.

55.- La información se hacía ciento treinta y cuatro años —30→ después de la fecha que se asigna al suceso, y claro es que no podían quedar ya testigos de vista. Pero se encontraron oportunamente indios octogenarios y aun más que centenarios, que alcanzaran a padres o abuelos igualmente longevos, de manera que con dos vidas bastó para remontarse a 1531 y más allá. Lo incomprensible es, que antes de 1648 todo el mundo ignoraba la Aparición; no hubo escritor que la refiriese, ni aun por incidencia: el padre Bustamante predicaba un sermón que equivalía a negarla; ninguno de esos ancianos de Cuauhtitlan, que se hallaban tan bien informados por sus padres y abuelos, advirtió a los capellanes de la ermita el valor del tesoro que guardaban: ellos ignoraban todo y eran unos «Adanes dormidos»: el culto había decaído al extremo de no existir en lugar público de la ciudad de México más que una copia de la Virgen de Guadalupe; y enmedio de ese silencio general, apenas publica el padre Sánchez su libro, sin comprobante, cuando la devoción vuelve a encenderse, toman parte en fomentarla corporaciones tan respetables como el Cabildo Eclesiástico; llévase el asunto por aclamación a Roma; aparecen por todas partes testigos calificados que unánimes y bajo juramento declaran saber de mucho tiempo atrás lo que hasta entonces nadie, ni ellos, habían sabido. La lectura más superficial de la información del señor Montúfar, sin otra prueba, deja en el ánimo una convicción absoluta de que la historia fue inventada después; y sin embargo, a los ciento diez años hay quienes afirmen haberla oído a los que la recogieron de la boca misma de Juan Diego. No me haría fuerza el caso si solamente se tratara de los testigos indios, porque siempre han sido propensos a las narraciones maravillosas, y no muy acreditados por su veracidad; pero cuando veo que sacerdotes graves y caballeros ilustres afirman la misma falsedad, no puedo menos de confundirme, considerando hasta dónde puede llegar el contagio moral y el extravío del sentimiento religioso. No cabe decir que esos testigos se cargaban a ciencia cierta con un perjurio pero es visto que afirmaban bajo juramento lo que no era verdad. Es un fenómeno bastante común en los ancianos, y le he observado muchas veces, llegar a persuadirse de que es —31→ cierto lo que han imaginado. Se juzgará, sin duda, absurdo y atrevido desechar así un instrumento jurídico; pero el hecho es que la demostración histórica no admite réplica, y que las afirmaciones de unos veinte testigos de oídas, por calificadas que sean, no pesan más que la terrible información de 1556 y el mudo pero unánime y desapasionado testimonio de tantos escritores, no menos autorizados que aquellos testigos, y que llevan a su frente al Ilustrísimo señor obispo Zumárraga.

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