Carta acerca del origen de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México. 66 - Finis.

Quod scripsi, scripsi!


66.- El nombre de Guadalupe que la Santísima Virgen se dio a sí misma cuando se apareció a Juan Bernardino, ha atormentado a los autores y apologistas. «El motivo que tuvo la Virgen para que su imagen se llamase de Guadalupe (escribe Becerra Tanco), no lo dijo; y así no se sabe, hasta que Dios sea servido de declarar este misterio». Realmente es extraordinario que la Virgen, cuando se aparecía a un indio para anunciarle que favorecería especialmente a los de su raza, eligiese el nombre, ya famoso, de un Santuario de España: nombre que ninguno de sus favorecidos podía pronunciar, por carecer de las letras d y g el alfabeto mexicano. Así es que fue preciso dar tormento al nombre, para traer por los cabellos otro que en la lengua mexicana se le pareciese, y atribuir luego a las ordinarias corrupciones de los españoles la transformación en Guadalupe. De ahí que Becerra Tanco conjeture —38→ que la Santísima Virgen dijo Tecuatlanopeuh, esto es, «la que tuvo origen de la cumbre de las peñas», o Tecuantlaxopeuh, «la que ahuyentó o apartó a los que nos comían». Notable diferencia hay, a mi ver, entre estas voces y la de Guadalupe: no es necesario inventar dislates. Entre los conquistadores había muchos andaluces y extremeños, grandes devotos del santuario español, que está en la provincia de Extremadura. Ya antes habían puesto los descubridores el nombre de Guadalupe, que todavía conserva, aunque ya no es española, a una de las Antillas menores; y como dice fray Gabriel de Talavera (que imprimió en 1597 su Historia del Santuario de España) «arraigose de esta suerte la devoción y respeto del santuario en aquellos moradores (de ambas Indias) de forma que comenzaron luego a dar prendas del buen ánimo con que habían recibido la doctrina, levantando iglesias y santuarios de mucha devoción con título de Nuestra Señora de Guadalupe, especial en la ciudad de México de Nueva España». Aquí tenemos ya declarado sencillamente el origen del nombre, por un autor que escribía en el siglo mismo de la Aparición, y la ignoraba. Los que emigran a lejanas tierras tienen propensión a repetir en ellas los nombres de las suyas, y a encontrar semejanzas, aunque no existan, entre lo que hay en su nueva patria y lo que dejaron en la antigua. Así México recibió el nombre de Nueva España, porque dijeron que se parecía a la antigua; y los extensos territorios descubiertos y conquistados por Nuño de Guzmán se llamaron la Nueva Galicia, por una soñada semejanza con aquella pequeña provincia de España. Los españoles creyeron advertir que la imagen de la Madre de Dios venerada en el Tepeyac se parecía en algo a la del coro del santuario de Extremadura, y eso bastó para que le dieran el mismo nombre. Así lo dice el virrey Enríquez.

67.- Pero si la historia de la Aparición no tiene fundamento histórico, ¿de dónde vino? ¿la inventó por completo Sánchez? No lo creo. Algo halló que le diera pie para su libro. Tal vez llegó a sus manos una relación mexicana, a que añadiría nuevas circunstancias como acostumbraban los escritores gerundianos, casi sin apercibirse de ello, sino llevados —39→ por aquel prurito de ponderar y exornar cuantos asuntos les caían en las manos. A ese gremio pertenecía Sánchez, y de ello da buen testimonio su insufrible libro, que quizá por eso nunca se ha vuelto a imprimir, siendo la pieza capital del proceso, y habiendo sudado tanto las prensas con las historias de Nuestra Señora de Guadalupe. Lo que puede saberse por documentos históricos y rastrearse por conjeturas, es lo siguiente.

68.- Los primeros religiosos levantaron, luego de llegados, muchas capillas y ermitas en diversos lugares. Con deseo de destruir la idolatría, prefirieron para colocar esas pequeñas iglesias aquellos sitios en que antes se tributaba mayor culto a los ídolos, y aun les dieron títulos análogos. Si en eso hicieron bien o mal, no es ésta ocasión de averiguarlo: bástenos saber que así pasó, y que una de esas ermitas fue la del Tepeyac, con el título de la Madre de Dios, sin advocación particular, como lo indica Sahagún, lo declara el bachiller Salazar en la información de 1556, y era natural que fuese para corresponder al nombre Tonantzin, o Nuestra Señora Madre, que tenía el ídolo adorado allí. No sabemos en qué año se labró la ermita, ni qué imagen se puso en ella: tal vez ninguna, por ser entonces muy escasas. Poco después los indios se dieron a hacerlas, para lo cual se contaba ya con los discípulos de la escuela de fray Pedro de Gante, «y así es (dice Torquemada) cosa muy ordinaria remanecer en cada convento de cuando en cuando imágenes que mandan hacer de los misterios de nuestra Redención, o figuras de santos en que más devoción tienen». Sin duda una de éstas fue la de Guadalupe, y hallándola bastante bien pintada, devota y atractiva, como realmente lo es, la enviaron los religiosos a la ermita, llevando a otra parte la que allí estaba, si alguna había; y cuando los españoles la vieron, le dieron ese nombre por lo que antes he dicho. Hacia los años de 1555 y 1556 comenzó a encenderse la devoción con motivo de la curación milagrosa que refería el ganadero, y se contó también la aparición simple (a ese o a otro indio) de que hablan Juana Martín y Suárez de Peralta. Estaban entonces en boga y continuaron mucho después las representaciones sacras de autos o misterios, a que los indios —40→ eran aficionadísimos. Don Antonio Valeriano, indio ilustrado, catedrático en el colegio de Tlatelolco, tenía capacidad suficiente para esta clase de composiciones. Él u otro aprovecharon la relación de los milagros de Nuestra Señora de Guadalupe, y tomando por base la Aparición que se refería, añadieron circunstancias que dieran forma y animación a la pieza, sin intención de hacerlas pasar por verdaderas, como suelen hacer todavía los autores dramáticos. La historia de la Aparición tiene una contextura dramática que a primera vista se advierte. Los diálogos entre la Virgen y Juan Diego; las embajadas al Obispo; las repulsas de éste; el episodio de la enfermedad de Juan Bernardino; la huida de Juan Diego por otro camino; las flores nacidas milagrosamente en el cerro, y por último, el desenlace con la aparición de la pintura milagrosa ante el señor Obispo, forman una acción dramática. Ésa sería la pieza o relación mexicana que cayó en manos de Sánchez, quien la tomó al pie de la letra y la dio por historia verdadera. Hizo lo demás el espíritu de la época, propenso a aceptar sin examen, como obra meritoria, todo lo milagroso. Se había contado la Aparición de Nuestra Señora de Guadalupe a un pastor, y la sabrían por sus antepasados los testigos indios de las informaciones de 1666: fácilmente le acomodaron las circunstancias que corrían ya con general aceptación. Haber puesto el suceso en el día 12 de diciembre provino sin duda de que en igual día de 1527 fue presentado el señor Zumárraga al obispado, lo que en aquellos tiempos equivalía a un nombramiento en forma. Lo que no acierto a explicarme satisfactoriamente es por qué se puso el suceso en el año de 1531. Hay que notar, sin embargo, una rara coincidencia. Refiere Sahagún (libro 8, capítulo 2) que don Martín Ecatl fue el segundo gobernador de Tlatelolco, después de la conquista: que gobernó tres años, «y en tiempo de éste, el diablo en figura de mujer andaba, y aparecía de día y de noche, y se llamaba Cioacoatl». Haciendo el cómputo del tiempo en que gobernó dicho don Martín, según los datos que ofrece Sahagún en el propio capítulo, resulta que fueron los de 1528 a 31; y por otro pasaje del mismo autor (libro 1.º, capítulo 6) sabemos que la diosa Cioacoatl se llamaba —41→ también Tonantzin. Aquí tenemos que por aquellos años se hablaba entre los indios de apariciones de la Tonantzin, nombre con que ellos conocían a Nuestra Señora de Guadalupe, según el propio padre Sahagún.

69.- He concluido, Ilustrísimo señor, con el examen de la historia de la Aparición bajo el aspecto histórico. No he querido hacer una disertación, sino unos apuntes para facilitar a Vuestra Señoría Ilustrísima el camino, si gustare, de examinar por sí mismo este grave negocio. En el argumento teológico no me es permitido entrar. Vuestra Señoría Ilustrísima sabrá si los milagros están debidamente comprobados; si en caso de estarlo prueban la Aparición; si la Santa Sede hace declaraciones sobre hechos; si la concesión del oficio y patronato es una aprobación explícita; si no se han corregido muchas veces los breviarios, y si alguna no se ha prohibido, después de mejor examen, una misa ya concedida de mucho tiempo atrás.

70.- Católico soy, aunque no bueno, Ilustrísimo señor, y devoto, en cuanto puedo, de la Santísima Virgen: a nadie querría quitar esta devoción: la imagen de Guadalupe será siempre la más antigua, devota y respetable de México. Si contra mi intención, por pura ignorancia, se me hubiese escapado alguna palabra o frase malsonante, desde ahora la doy por no escrita. Por supuesto que no niego la posibilidad y realidad de los milagros: el que estableció las leyes bien puede suspenderlas o derogarlas; pero la Omnipotencia divina no es una cantidad matemática susceptible de aumento o diminución, y nada le añade ni le quita un milagro más o menos. De todo corazón quisiera yo que uno tan honorífico para nuestra patria fuera cierto, pero no lo encuentro así; y si estamos obligados a creer y pregonar los milagros verdaderos, también nos está prohibido divulgar y sostener los falsos. Cuando no se admita que el de la Aparición de Nuestra Señora de Guadalupe (como se cuenta) es de estos últimos, a lo menos no podrá negarse que está sujeto a gravísimas objeciones. Si éstas no se destruyen (lo cual hasta ahora no se ha hecho) las apologías producirán efecto contrario. En mi juventud creí, como todos los mexicanos, en la verdad del milagro: no recuerdo de dónde me vinieron las —42→ dudas, y para quitármelas acudí a las apologías: éstas convirtieron mis dudas en certeza de la falsedad del hecho. Y no he sido el único. Por eso juzgo que es cosa muy delicada seguir defendiendo la historia. Si he escrito aquí acerca de ella, ha sido por obedecer el precepto repetido de Vuestra Señoría Ilustrísima. Le ruego por lo mismo, con todo el encarecimiento que puedo, que este escrito, hijo de la obediencia, no se presente a otros ojos ni pase a otras manos: así me lo ha prometido Vuestra Señoría Ilustrísima.

Me repito de Vuestra Señoría Ilustrísima afectísimo amigo y obediente servidor, que su pastoral anillo besa.

Octubre 1883.

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