Su cuerpo. Un cuento.

Quod scripsi, scripsi!


Su cuerpo

A Carolina García

Initium ut esset, homo creatus est.
S. Agustín


Borrosos, poco a poco distinguió los ojos que le miraban. Ella adivinó su pensamiento, antes de que intentara volver la cabeza a un lado y a otro le advirtió para que no lo hiciera. ‘Amor, aún no, es demasiado pronto’.
Entonces fue que sintió los tubos entrando por la nariz y perdiéndose en algún lugar profundo de su garganta, tomó conciencia de las agujas inyectadas a sus brazos y piernas. Podía sentirlas, todo está bien, todo estará bien.
Incluso las seis semanas que pasaría internado y en observación constante, los aparatos electrónicos marcando su pulso y registrando cualquier variación de su presión arterial, cualquier indicio sobre el funcionamiento de sus órganos internos, cualquier alteración por mínima que fuera en los compuestos de su sangre, de su orina, sabía perfectamente lo que le esperaba, aceptó con gusto y con gusto pasaría los exámenes, los antibióticos, la terapia y rehabilitación.
Supuso que ella también habría pasado malos momentos, aunque no diría nada para no entorpecer su proceso de recuperación. Era tan fácil pelear y reencontrarse, discutir y perdonarse, era tan fácil que su rutina sólo se rompió cuando ella lo conoció.
Alfonso pensó que no sólo las mujeres poseen ese sexto sentido del que tanto se habla. Como hombre de una sola mujer también había podido desarrollar algo parecido a ese sentido extra femenino, y pudo sentir claramente la presencia del extraño en el cuerpo y las caricias y las palabras de Ana.
Hombre de una sola mujer. Qué estupidez. Pero así era.
No fue difícil saber de quién se trataba, siguió a Ana una y otra vez hasta la puerta del departamento donde Carlos saciaba de caricias y besos a la mujer que ya no era suya nada más. Al sentimiento de incredulidad sucedió la ira, y después el rencor enconado y secreto traducido en minúsculos detalles de una perfección que ya no existía, comenzó a sentir los celos. Como si fuera una competencia desigual, donde pasara lo que pasara estaba condenado a perder, a salir derrotado aún antes de comenzar a pelear.
Fue durante una visita al odontólogo que sopesó la posibilidad de vengarse de tal manera que su derrota fuese el triunfo inequívoco ante la mujer que aún amaba.
‘Aún no es tiempo, amor’.
Claro que era tiempo, este era el tiempo. Esperar seis semanas solamente para retomar el camino perdido, la relación estropeada, y ponerle un punto final a las cosas.
Esa tarde durmió y al despertar pudo ver que Ana cabeceaba en el sillón incómodo ‘para las visitas’ que a un lado de la cabecera de su cama era una señal de que su mujer aún sentía algo por él. Preocupación quizá, y no pudo quitarse de la cabeza que no sólo era preocupación, sino también la falta de la costumbre y los ritos aprendidos. Él ya no estaba. Jamás volvería a estar.
Poco a poco otra rutina apareció entre visita y visita. La terapia científicamente asistida [‘una operación así requiere sumo cuidado, y un detallado seguimiento clínico, sin dejar resquicio alguno para la aparición de factores extraños. Los trasplantes de este tipo sólo tienen 30 años de poder realizarse, y aún nos quedan algunos misterios y preguntas sin respuesta y sin solución’ les dijo el médico en jefe la misma noche que Alfonso salió de la sala de cuidados intensivos], la rehabilitación verificada y la alimentación exacta, con un perfil personalizado, único y exclusivo.
A la tercera semana pudo por fin sentarse en el sillón de visitas. A ella no se le permitía ducharlo, dos enfermeras y un enfermero se encargaban de asearlo cuidadosamente, y aplicar los antisépticos necesarios después de la ducha, consideraban notable su recuperación. Sólo cuando estaba perfectamente bien vestido, y las gasas y vendajes puestos en su lugar, permitían que Ana ingresara en la habitación. ‘No podemos permitirnos correr riesgos innecesarios’.
El doctor lo dijo de una manera críptica: ‘los residuos mnemotécnicos sinápticos harán posible que usted sepa cosas que ignoraba por completo, y también heredará limitantes y deficiencias físicas que antes no poseía. Ambas pueden o afianzarse o anularse con la terapia y el ejercicio correspondiente, en un periodo de tiempo más o menos razonable. Digamos que entre cuatro y ocho meses’.
Llevaba solamente uno, y las dos semanas que faltaban serían duras: aunque ya se le permitía y exigía que diese pasos y pequeñas caminatas era sabido que en las dos últimas semanas el esfuerzo físico era extenuante. Forzosamente debería poder trotar cuatro kilómetros y medio sin descanso, al llegar al límite marcado de un mes y medio de rehabilitación. Sabía a lo que metía, así que no dudó ni un momento. Ya no podía dudar, no estando tan cerca y faltando tan poco para salir del hospital.
Ana se mantuvo presente, ayudando, compartiendo el dolor. Pensó que un día dejaría de pensar en él, que Alfonso también exigiría tantos cuidados que la exclusividad que tuviera Carlos hace unas semanas pertenecería de nueva cuenta a Alfonso.
Mas el solo recuerdo de su nombre seguía alterándola, y no le causaba gracia, ninguna maldita gracia. Esas noches había llorado por él y por ellos. Alfonso podía irse a la mierda, nada de sentirse atada, nada de seguir caminando sin saber hacia dónde. Ella no podía caminar más, ya no.
Apenas un mes y medio antes las cosas eran distintas, su decisión era terminar de una vez por todas la vida que llevaba al lado de Alfonso, y dejarse llevar por las promesas y las caricias de Carlos. Estaba hastiada de una rutina vacía, sin futuro. Se merecía ser madre, ser una mujer completa, y sobre todo, tener a su lado al hombre que la fecundara, que le permitiera sin trampas vivir y disfrutar la maternidad concedida sólo una única vez, sin segundas oportunidades, por el estado.
Mientras no existiesen precedentes de ‘maniobras legalmente extrañas’ como abortos espontáneos o causados era posible tomar la decisión de con quién se tomaría el derecho traduciéndolo en un acto: dar vida, crear la vida, procrear otro ser humano. Los hombres no entendían nada de eso, pero algo en lo más oscuro de ella supo desde el primer momento que Alfonso no sería capaz de cumplir su papel de esposo, compañero, amante, hombre y padre. Cuando el doctor lo confirmó Alfonso guardó silencio, y ella escuchó la noticia como quien asiste tras la puerta cerrada a una conversación ajena.
‘¿Cuánto tiempo tenías de saberlo?’ preguntó Ana. Alfonso guardó silencio, no tenía caso responder y él sabía que las estadísticas y los estudios no mentían. En casos así las mujeres terminaban buscando ‘otras alternativas’ lo que era tolerado e incentivado por el estado, asistiendo en cada paso de la separación y la unión con una nueva pareja. El estado siempre protegía a quien consideraba más valioso: la mujer y su capacidad de prolongar la existencia humana como tal. El estigma impuesto a los hombres ‘dejados’ o ‘descartados’ resultaba demoledor, aunque también se tenían programas de apoyo y ayuda e incentivos laborales. Excluidos de la categoría activa de miembros de una familia o una relación fecunda, las empresas sucumbían a la tentación de atraerse candidatos con esas características. Los altos mandos figuraban entre los puestos más deseados y también los más detestados. Alfonso no se hacía ilusiones, no quería un trabajo de veinticuatro por siete por trescientos sesenta y cinco, no era eso lo que deseaba.
Pero no podía tampoco dar el primer paso, necesitaba y era absolutamente necesario que Ana tomara una decisión.
La rutina, los ritmos encontrados y las situaciones en péndulo tanto para Alfonso como para Ana se transformaron en un modo de vida. Para Alfonso bastaba un gesto o una palabra y la respuesta de Ana era la prevista. Ana también supo muy pronto la palabra justa para minimizar y neutralizar a Alfonso. Ella percibió en Alfonso los cambios y pareciera que Alfonso deseara ponerle un punto final cuanto antes a la relación. Y la invitación de Carlos dejó de serlo para volverse una exigencia, una decisión tomada.
‘Dame tres días, sólo tres días’, le pidió a Carlos. Tres días nada más, antes de poder plantarse frente a Alfonso y decirle sin rodeos ‘esto se acabó’.
Ana no esperaba ninguna noticia de Carlos ese fin de semana. El viernes por la noche cenaron como lo habían hecho los tres años pasados, alguna referencia vaga sobre el trabajo de Alfonso, un comentario vacío e inútil de lo que pasaba en casa. Ana quiso terminar de una vez con todo, pero había un plazo legal de 48 horas desde que una mujer decidiera poner fin a su vida con pareja antes de poder comenzar a vivir dentro de una nueva relación. Cuarenta y ocho horas. Sólo pensarlo le pareció insoportable, con una excusa cualquiera se levantó de la mesa y fue a enjuagarse la cara con un poco de agua. Ya no usaba maquillaje, no para Alfonso.
En ese momento el pequeño artefacto mostró en su pantalla el mensaje en textos de alta resolución ‘Estos serán los tres días más largos de mi vida’. De pronto, la tranquilidad que buscara los últimos meses estuvo al alcance de la mano. Borró el mensaje y esperó a que Ana regresara y terminara con la interpretación del papel que ninguno de los dos quería tener en el montaje impecable de aquella farsa. ‘No podemos seguir juntos, ya no quiero’.
Para Alfonso fue como si Ana echara a andar el cronómetro. Cuarenta y ocho horas, lo marcaba la ley. ‘Hace cinco meses me hiciste una pregunta. La respuesta es: no lo sabía. No sabía que era biológicamente incompetente para hacerte madre. No importa, toma tu decisión, yo me ocuparé de mi vida’.
Ana también suspiró, antes de entrar en la recámara escuchó el ruido de la puerta a cerrarse, segura que Alfonso tomaría un par de tragos con sus amigos de la oficina, y que regresaría más tarde a dormir por penúltima vez junto a ella. Alfonso no regresó.
Poco antes de las tres de la mañana recibió la noticia, ella seguía siendo su esposa y la vida de Alfonso estaba en sus manos: sólo faltaba su autorización, y Alfonso seria registrado inmediatamente en la lista de espera. Desganada, firmó todos los papeles y selló con sus huellas digitales los formularios electrónicos que aparecieron uno tras otro en la pantalla que le mostraba una enfermera en la recepción del hospital. ‘El trámite puede hacerse en dos horas, no hace falta más tiempo. Si lo desea puede ir a descansar a su casa, lo que sigue son los procedimientos protocolarios, nada extraordinario’.
‘No regresaré a casa, en cuanto Alfonso salga del hospital me separaré y buscaré a Carlos. Esa ya no es mi casa’ pensaba mientras las últimas luces de la noche comenzaban a apagarse, dejando entrever un cielo borroso y azulado que se aclaraba un poco más minuto a minuto. ‘Qué suerte para ustedes, señora. Alfonso acaba de entrar a la sala de microcirugía, en un par de meses habrán olvidado todo esto’. No comprendió muy bien lo que decía el doctor. Hasta que la sensación de estar ante un peligro desconocido la hizo sentirse oprimida, desgastada y ansiosa. Esperar una hora y otra hora, desfile de médicos, filas de enfermeras, silencio absoluto en la sala aséptica. ‘¿Cómo puede alguien llegar a ser tan estúpido? ¿Cómo puede alguien atravesarse de lado a lado encima de una reja residencial sin morir inmediatamente? ¿Por qué carajos sigues vivo, Alfonso?’
Cuarenta y ocho horas, quizá un poco más, o un poco menos, revisó la pantalla de cristal y no encontró mensajes nuevos. ‘Carlos, Carlos, Carlos… mándame un maldito mensaje, por favor’.
‘Hace treinta años el procedimiento tomaba treinta y seis horas, y medio centenar de médicos y enfermeras. Hoy nos basta con una docena de médicos y nueve o diez enfermeras, es increíble cómo la tecnología nos ha facilitado hasta las microcirugías más difíciles. El donante correspondía en un ochenta y nueve por ciento al índice de compatibilidad necesario, la felicito, señora, se recuperará pronto. No todas las mujeres tienen la fortuna de que su marido estrene un cuerpo nuevo’.
‘Carlos, ¿por qué no me escribes?’ se preguntaba una y otra vez, y una y otra vez se respondía que nadie mejor que ella conocía la respuesta. ‘Puede irse a dormir a casa, aquí nos encargaremos de todo’. Ella no quería descansar ni dormir, sólo deseaba estar lo más lejos posible de Alfonso, extrañaba los abrazos y las caricias, el olor de Carlos.
Veinticuatro horas. Un día completo. ‘No esperaré más. Si quieres morirte, muérete de una vez, pero muérete solo’ se dijo en un susurro que ni sus propios oídos pudieron escuchar. Domingo por la madrugada, las cinco de la mañana. A esa hora comenzaba el trajinar de la ciudad somnolienta aún, desganada y en letargo voluntario. Apenas entrando al edificio supo que algo andaba mal. Había algo distinto, fue hasta que vio las cintas amarillas de restricción y los sellos policiales cubriendo los goznes de la puerta de entrada cuando reparó en el número del departamento: 224. Restricción judicial. Sus pasos despertaron a la vecina de al lado, que asomó la cabeza para confirmar sus sospechas, ‘sí, ¿no lo sabe? El joven Carlos sufrió un accidente el día de ayer. Hasta su esposa vino a buscarlo, nadie entiende cómo pudo llamar por teléfono si tenía la cara casi destrozada, discúlpeme, señorita, pero fue algo que nadie quisiera ver jamás. Dijeron los peritos que el joven Carlos se levantó de madrugada, y debió resbalar yéndose de frente contra el vidrio de la puerta que cerraba la regadera. De no haber metido las manos para apoyarse el golpe de la cabeza en el vidrio lo hubiera hecho polvo y nada hubiera pasado. Nada grave, digo, quizá algunos rozones y cortaditas sin chiste. Pero cuando metió las manos la inercia de la caída quebró la parte baja del vidrio, ensartándole pequeños fragmentos del cristal en el cuello, la barbilla y el rostro. Debió quedar aturdido y sin poderse levantar, por eso los pedazos grandes que aún quedaban colgando de la estructura metálica le cayeron en la nuca, como navajas de guillotina. Le digo que nadie comprende cómo tuvo fuerza para llamar por teléfono, ni siquiera alcanzó a colgar de nuevo…’
Eran pocos los casos, pero los había, de mujeres que terminaban aceptando quedarse con sus parejas estériles y buscaban en otro lado las emociones que perdían noche tras noche en las habitaciones compartidas y frías. Carlos tenía esposa, pero algo no encajaba del todo. La mujer seguía mirándola detenidamente, hasta que por fin preguntó ‘¿en serio eran tan buenos sus servicios?’
-¿Servicios? No sé de qué me habla.
-Vamos, no sería ni la primera ni la última, la esposa de Carlos era estéril, y el hombre buscaba una compañera. Un permiso del estado es un verdadero cheque en blanco, y cualquier mujer en su sano juicio buscaría un beneficio doble…
Volvió a mirar las cintas amarillas y los sellos, y decidió dar media vuelta y salir del edificio. ‘No sobrevivirá mucho tiempo, es imposible con un daño así’. Las palabras de aquella vecina desconocida fueron repitiéndose una y otra vez, al llegar a casa sólo quería dormir, olvidarse de Alfonso, y olvidarse también de él. Cuántas estupideces en sólo un par de días.
El sol del mediodía inundaba los cortinajes, llenando de penumbras la recámara odiada. Comió lo que encontró en el refrigerador, y decidió regresar al hospital, no podía seguir al lado de Alfonso, pero dejarlo en esas condiciones ahora no tenía la misma importancia que un par de días antes. Apenas se dio cuenta de las semanas en avance irrefrenable, y al término de la sexta advirtió que todo aquello era poco menos que un sueño, al que no podía asir con las manos, y del que no recordaba detalles que en su tiempo fueran importantes.
Alfonso supero la prueba atlética y una huella rosácea alrededor del cuello era el único vestigio de lo que pasara mes y medio antes. Al darlo de alta entregaron un formulario minuciosamente redactado, y se le exigió a Ana que firmara el recibo donde se daba por enterada de todo el contenido: instrucciones sobre la dieta, síntomas de riesgo, calendario de revisiones y chequeos médicos.
Ana lo miraba una y otra vez. Su tranquilidad, la serenidad. Había vuelto a nacer, ni duda de eso, pero Alfonso apenas si regresaba la mirada. La cena, acompañada de una buena dosis de medicamentos y antibióticos pasó como si retomaran una conversación viejísima. ‘Se que no quieres quedarte conmigo. Que tienes planes. Tienes todo el derecho de tener planes para tu vida, en la mía hay pocos. Casi ninguno, pero podré salir adelante. Quédate hasta mañana, no tiene caso que salgas a la calle y te expongas esta noche. Mañana puedes irte a la hora que quieras’. Ana se recostó en la cama después de que Alfonso se negara a dejarse acompañar al cuarto de baño. ‘No tiene caso, esto tendré que hacerlo todos los días por los próximos cuatro meses y medio, descansa. Si quieres dormiré en la sala, sabes que siempre me gustó el sillón del recibidor’. Ana no contestó. Apagó la lámpara de noche y esperó a que Alfonso cerrara la puerta del baño. Se desnudó y una vez recostada en la cama se cubrió con las sábanas que olían a guardado y a limpio, el olor que siempre tienen las sábanas ajenas.
Alfonso salió del baño con una bata ceñida, la luz apagada y el cuarto en penumbras le ayudaron a quitarse el miedo. Se quitó la bata de encima, y se cubrió con la misma sábana de Ana.
Ninguno de los dos supo quién comenzó el juego. Si fueron las manos de Alfonso rozando el talle y los muslos y pechos de Ana, o si fueron las manos de Ana acariciando el rostro y el tórax y el bajovientre de Alfonso. Fue como tres años antes, cuando sus cuerpos se buscaban y se perdían y se encontraban en una cama infinita, entre sábanas que terminaban inundadas de olores y sudor, sobre almohadas cálidas y un lecho silencioso. Ana se dejó tomar una y otra vez, Alfonso sintió entonces la memoria de ese cuerpo que no era suyo, una superposición de recuerdos y sensaciones vertiginosas. Ana permitió que se vaciara dentro de ella, Alfonso sabía por qué: los antibióticos y medicamentos causaban esterilidad temporal, y aunque el cuerpo que ahora tenía había sido dictaminado por los médicos como ‘apto para la procreación’ el riesgo de que Ana resultara embarazada, incluso estando en sus días fértiles, era prácticamente nulo.
Entrada la madrugada, Ana se recostó sobre el pecho de Alfonso, quien la abrazó y le besó la frente. Quizá ese sería el último beso que aquella mujer recibiría de él. Sólo restaba dormir, descansar un poco, lo que pasara una vez que amaneciera estaba fuera de dudas, él lo había querido así, lo había hecho así.
El grito de Ana lo despertó. Apenas pudo contener las manos crispadas que intentaban arañarlo, sus dientes buscando morder e hincarse en esa carne que ahora era suya.
-¡Maldito, maldito! ¡Mil veces maldito seas!
Sujetándola de las muñecas la fue sometiendo hasta que cayó sobre sus rodillas, gimiendo y sollozando casi hasta el punto de la asfixia. Buscó la bata que la noche anterior dejara caer al pie de la cama, y vistiéndosela se la volvió a ceñir lentamente, mientras Ana seguía llorando, cada vez menos fuerte, hasta que sólo quedaban lágrimas y se le acabó la voz.
-Puedes irte cuando quieras, ya ves que nada nos une.
Apenas con un hilo de voz, Ana seguía repitiendo ‘maldito, maldito, maldito seas…’ Ignorándola, Alfonso se quitó la bata y después se vistió despacio, sin prisas, su ropa aún permanecía sobre el buró, exactamente como la había acomodado la noche anterior.
Sin decir una palabra salió de la recámara, abrió la puerta del departamento, y aspiró el aire artificialmente renovado del corredor del edificio. No sintió remordimiento, también él dejaba saldadas las cuentas pendientes. No por nada casi se dejó matar dejándose caer encima de las puntiagudas flechas de unas rejas de protección. Tampoco era en balde que un mes y medio antes muriera Carlos.
Alfonso seguía admirado. No creyó que fuese tan difícil, pero sí, Carlos se defendió hasta el último minuto. Matarlo no había sido nada fácil.


Francisco Arriaga
México, Frontera Norte, 27 Nov. 08


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