Creer hoy día

El concepto de 'gracia' entre la mayor parte de los católicos es un abstracto difícil de digerir. Las más de las veces se le encuentra enmarañado con el concepto de 'justificación' y ambos tienen, desde la perspectiva católica, un fuerte olor y sabor 'protestante'.

La gracia se entiende, prejuiciosamente, como algo que le 'es impuesto' al hombre directamente y por mano de Dios, para liberarle de sus ataduras al pecado. Si como tal la liberación es efectiva, la tentación entonces a pensar que esa gracia y esa justificación hacen al hombre capaz de discenir efectivamente entre lo que es el bien y el mal -o lo que es lo mismo, vivir una conciencia recta e infalible- es mucha, el límite se traspasa cuando de este estadio se sigue inmediatamente el sentirse 'instrumento de Dios' en el mundo. El hombre tocado por la gracia, según esta perspectiva, automáticamente se convierte en un vocero, un mensajero, el brazo ejecutor de Dios.

La capacidad del hombre de ejercer una crítica sobre el propio comportamiento no se desarrolla como debiera, se tiene entonces que el hombre tiene una fe 'infantil' -al modo de la denunciada por San Pablo- y su actuar se ve inundado por una visión monocromática de la ética y moral: blanco o negro, bueno o malo, positivo o negativo. La crítica que se menciona no ha de ser una 'permisión' que disculpe al hombre en su naturaleza humana de hacer aquello a que ha sido llamado, y que puede ser desde un talento, una vocación, hasta una obligación o una responsabilidad como creyente, es precisamente en la visión monocromática de la vida que el pueblo enardecido buscaba apedrear a la Magdalena, y la crítica justa del Cristo situó en su punto exacto tanto la actitud compungida de la pecadora como la actitud acusadora -y ejecutora- del pueblo seguro de su 'recto' proceder. La capacidad de advertir gradaciones en el comportamiento humano, y de ver al hombre como un todo compuesto de un casi infinito espectro entre el negro y blanco escapa al hombre común, que no reflexiona sobre los alcances de sus propias acciones, cayendo en aquel 'león que piensa que todos son de su condición'. Y es difícil aceptar dichas gradaciones, porque la experiencia prueba que, más que evitar la sentencia y el juicio apresurado, la variable capacidad humana de vivir y ejercer tanto los más abyectos vicios, como las más encumbradas virtudes conlleva una responsabilidad que pocos quieren ver sobre los hombros: la toma de cualquier decisión que afecte a un tercero, o al prójimo se verá entonces supeditada a una fluctuación entre 'hacer lo correcto' o 'no hacer lo correcto' y la posibilidad de supeditar inmediatamente este 'hacer' tanto a una 'norma' -humana o divina- demarcada en forma de mandamientos, estatutos, normas o leyes, como a la visión, concepto y vivencia que se tiene de esa misma 'norma'.

Es por eso mismo que el creyente busca no quedarse con su propia creencia y una pretendida floración de las propias virtudes y cualidades: reconoce en el prójimo la exigencia y la petición, la necesidad y la abundancia, de los dones, virtudes, cualidades, en fin, de esa gracia, que Dios transmite al hombre y que le exige salir al camino, buscando su plena realización con, en y para el prójimo. [...]


Nam stat fua cuiq~ dies, breue et irreparabile tempus.

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