Entre la vergüenza y el odio


Al igual que las pocas zonas netamente indígenas que aún quedan en el país, la franja fronteriza tiene una vida propia, que resulta prácticamente imcomprensible para los habitantes del interior de la república -D. F. y demás estados- y los que se encuentran en el exterior -aquellos que cruzaron y hoy viven en Estados Unidos o Canadá-.

No todos los que vivimos en la franja fronteriza llegamos con la intención de cruzar al otro lado. Hay una gran mayoría que conciente de riesgos, desventajas y jugarretas del gobierno norteamericano, deciden quedarse en México, disfrutando y padeciendo simultáneamente, de lo peor y lo mejor que existe en ambos países.

La transculturación es bidireccional, los rasgos norteamericanos aparecen con frecuencia en comportamientos y modas juveniles en México, y la cultura más tradicional y anquilosada se deja ver en ciudades fronterizas norteamericanas. Como las otrora impensables enchiladas rellenas de queso amarillo, o el machacado con huevo... hecho con carne de venado.

Si se piensa en la cohesión extrema que se sufre en la frontera, se echará de ver por qué a pesar de la distancia los rasgos de mexicanidad no desaparecen, y no podemos permanecer impasibles ante la mirada extranjera, que nos considera inferiores por el sólo hecho de ser mexicanos.

Quienes decidimos quedarnos en la frontera, a sabiendas de vivir siempre tasándolo todo en dólares y comprando y viviendo con pesos mexicanos, sabemos muy bien cómo la fantasía del derroche y la abundancia de un supuesto 'sueño americano' es más irreal que la calma chicha que aún se deja ver en periodos de tiempo que cada vez son más cortos.

Somos la primera y la última cara de México, lo primero que verá el recién llegado por cielo, aire o tierra a México, lo último que verá aquel que está a punto de salir del país. Por ello, sin pedirlo y también sin desearlo, somos los defensores de una dignidad hecha añicos desde adentro, por un país que se consume por el cáncer traducido en múltiples manifestaciones.

Nos alcanza a cuál más el dolor de quienes sufren, en el interior de la República. Con frecuencia son nuestros familiares, parientes, amigos. Sabemos lo que es pasarla a caldo de frijoles y tortilla dura, sabemos lo que es quedarse sin agua todo el verano viendo cómo se mueren las reses en los corrales, sabemos lo rica que es la lluvia y cuál es el sabor de la carne de cerdo acompañada con suculentas verdolagas en chile rojo.

Pero también sentimos vergüenza. Una vergüenza que se mezcla a partes iguales con el odio. Cuando suceden cosas como el encarcelamiento de indígenas hidalguenses por construir un jardín de niños, la sangre nos hierve. Y cuando sabemos que se enviaron alrededor de 500 efectivos para cumplimentar las órdenes de aprehensión, no sólo nos hierve la sangre, sino que también se la mentamos en voz alta al gobierno en turno.

¿Cómo sentirse orgulloso de un país que tolera un fuero constitucional a funcionarios públicos, a quienes se prueba y reprueba prueba tras prueba de sus nexos con narcotraficantes y demás, y aún así, permanecen intocables e intocados, inalcanzables para una justicia desde hace lustros vendida al mejor postor? ¿Cómo sentirse orgulloso de un país que propicia sindicatos absurdos, meros lastres que no defienden a sus trabajadores mas continúan explotándolos impune e inmunemente? Quisiera que el gobierno en turno me explicase por qué es factible que un trabajador de la CFE pueda gastar en un solo mes, más energía eléctrica de la que yo podré utilizar en 5 años, sin desembolsar un solo centavo, y por qué apenas pasando una 'cuota básica' deberé pagar el doble o el triple, buscando aliviar un poco el calor o el frío extremos que vivimos en la frontera.

Quisiera que alguien me explique por qué seguimos el juego al vecino del norte, con un cambio de horario que a nadie beneficia, y sí nos hace consumir, en cambio, más energía eléctrica. Que me explique cómo es posible que un sindicato de máistros puede sortear Hummers entre sus agremiados, mientras indígenas con manos desgastadas y sangrantes son encarcelados y penalizados con cien mil pesos cada uno. O cómo es posible que desaparezcan millones de pesos a la vista de todo el país, y el responsable siga siendo el mandamás del sindicato afectado y cómplice también.

La corrupción no sólo corrompe 'a los de arriba' sino al pueblo en general. Por eso hacen bien algunos organismos internacionales en listarnos entre los países con mayor corrupción del mundo.

Sólo un pueblo corrupto promueve y tolera funcionarios y gobiernos corruptos. Y quienes tenemos la ventaja o desventaja de vivir en la frontera, podemos mirar 'desde fuera' y sin salir de México cómo el envilecimiento va ahondándose día tras día en nuestro pueblo, un pueblo que sale cansado y desgastado, desanimado y recalcitrante, a dejarse esclavizar por el vecino del norte, quien le ofrece sólo las migajas de un sueño que ni siquiera ellos disfrutan ya.

Vivimos entre la vergüenza de sabernos mexicanos y que se nos tome como parte del montón, y el odio de ver cómo las clases en el poder continúan viviendo en un México Chiquito y privilegiado, mientras la inmensa mayoría de nuevos pobres y viejos ricos venidos a menos, intentamos no caer abatidos por las balas del fuego cruzado, los impuestos que hay que pagarse para que los privilegiados puedan seguir gozando de sus prebendas, y la corrupción que pasa factura puntual e inclemente en el momento menos pensado.

Me siento avergonzado de ser mexicano, es cierto. Pero también estoy conciente que deberé seguir alzando la testa para que el vecino del norte no me pisotee, y para que mis hijos sepan que no todo es una lucha perdida de antemano, y así como el crimen tiene una organización de que carece el gobierno, es posible exigir y vivir en un México mejor, y donde la corrupción de sindicatos, bancadas partidistas y organizaciones gubernamentales sea efectivamente castigada, y no premiada con dólares, y en efectivo.

A veces el odio sirve.

En la frontera me ha servido para no caer en el soborno, dejando a los agentes de tránsito con las ganas de llevarme al corralón. Me ayuda a pagar los recibos cada día más elevados de luz eléctrica, aún a sabiendas de que pueden comprarse aparatitos que modifican la lectura de los medidores digitales, según esto, muy confiables. Me ayuda a darme valor y ánimos para pagar el impuesto sobre el perdial, aún cuando sé que la mayor parte de lo que pago no llegará a obras sociales, y en cambio sí engrosará la cuenta bancaria de funcionarios corruptos 'que sólo buscan y quieren el bien del país'. Me ayuda a manejar con cuidado, haciéndome a un lado en mi viejo corsica 95 cuando veo los convóys de hombres armados, tratando de sembrar el terror cuando lo único que despiertan es el odio de los cientos de ciudadanos, que vivimos desarmados porque una constitución estúpida nos impide llevar encima siquiera un arma para la defensa propia.

Me sirve para salir a la calle y buscar la forma más segura de llegar al trabajo o a casa, dándo vuelta tras vuelta por una ciudad que se bloquea con una docena de vehículos, mientras los cárteles se balacean como si la ciudad y el territorio fuera efectivamente suyo.

Pero ambos, la vergüenza y el odio, son malas costumbres que siempre me quito de encima, antes de llegar a casa. Sirven allá afuera, en la zona de guerra que es el México del 29 de octubre del 2010. Sólo allí.

En casa encuentro la primera razón y la última justificación. El amor que me hace falta para no arrancarme de esta vida, y también para no aferrarme a un ambiente corrupto y putrefacto. Quiero a mis hijos fuertes, valientes, y decididos. Y por fortuna, veo que lo son. Nuestros niños no son el futuro de México -sólo un imbécil puede decir tal estupidez-. Nuestros niños son el presente de México. Ellos son el México que vale la pena, son mucho mejor que nosotros, y algún día, nos pedirán cuentas por haberles dejado ir por el caño un país que pudo ser más hermoso y bello.

Los niños siempre son jueces implacables. Y eso es algo que olvidaron esos agentes que se lanzaron encarnadamente contra indígenas que buscaban un lugar mejor para que sus hijos estudien.

Para sobrevivir, me valgo de la vergüenza y el odio. Ellos, mis hijos, tienen la fortaleza, el valor y la resolución. Si yo estuviera del otro lado, en ese México Chiquito, tendría miedo.

En serio.

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Nam stat fua cuiq~ dies, breue et irreparabile tempus.

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