...y después de hacer sus flexiones y abdominales, Schwarzenegger continuó con el estudio de los más antiguos secretos masónicos y rosacruces.

Aunque Huizinga lo dijo alguna vez -y también en este blog haya aparecido la referencia hace algunos años- y dejó asentado para siempre que en la antiguedad hubo una especie de olmo que efectivamente daba peras, de un tiempo a la fecha nos inclinamos al lado contrario, y todos estamos en la misma tónica -hasta Octavio Paz con sus Peras del olmo, que escribió como guiñándole un ojo a Huizinga-.

Así que no se pude pedir a Dan Brown otra cosa que escriba novelas tal y como las que él escribe. Y si el escándalo fatuo que se armó alrededor de su Código Da Vinci lo catapultó y lo estrelló contra la admiración de lectores empedernidos y otros no tanto, también es cierto que la novela sobre el Símbolo perdido nunca terminó de cuajar del todo.

Necesitó doscientas páginas para entrar en calor, y las últimas 100 del volumen de poco más de 600 páginas, están literalmente de sobra.

No podía ser de otro talante, cuando se habla de Noética y se hace un repaso de toda la literatura sagrada del año 3000 A. C. a la fecha, era imposible no detenerse y tratar de desmitificar punto por punto las cansinas repeticiones y abrumadoras coincidencias que existen entre todas las religiones. Recordemos que ya en la Escritura se tiene el ejemplo de Babel, así que no nos extrañe que aunque nosotros hablemos español -en frontera, español medio pocho, pero con todo, español- y en rusia se hablen 13 o 14 lenguas, y en estados unidos el inglés mediocre sin tintes académicos -no como aquel que usó Francis Bacon para sus obras filosóficas-, en todas las lenguas sea igual de tortuoso explicar por qué el hombre sigue creyendo -o no creyendo- en lo que cree, y por qué sigue buscando lo que sabe no quiere encontrar.

El esquema de los personajes permanece constante, inalterable, en esta novela. Langdon se nos ofrece incluso bastante antipático, al demostrar por enésima vez que es un pelmazo incapaz de comprometerse con nada, ni siquiera con la simbología que tanto pregona y predica. Y no es el 'escepticismo' -para escépticos, nos basta y sobra con Sade, el Divino Marqués- sino una molicie que le mantiene protegido y cómodo entre una decena de referencias ampliamente conocidas -la CocaCola entre ellas-.

La línea espacio-temporal, igual.

Lo sobre-humano de sus personajes, también. No comprendo cómo un hombre cercenado de una mano, y ahogado una y otra vez en una cámara de suspensión -con la pérdida de sangre y todo-, se aparezca doce horas después del terrible asalto traumático, tan fresco y repuesto que pareciera darle carta blanca para que haga de su hermana lo que quiera, allá, en la privacidad de las escalinatas de la Cúpula del Capitolio.

Si la sabiduría oculta masónica llega a tanto y puede regenerar milagrosamente el físico y el ánimo de cualquier simple mortal, entonces bien valdría la pena seguir la vía larga o la vía corta -ambas retratadas aquí, y curiosamente nunca mencionadas, aunque se hable del Zohar y otros libros igual de curiosos, y su relación con la alquimia y el camino hacia la iluminación-.

Pero quizá hablo así por puro ardor y de puro ignorante, al no ser -ni pretender ser- masón ni cosa alguna que se le parezca.

El eje central de la historia, un monstruo emasculado, con el físico de Schwarzenegger, tatuado de pies a cabeza -en un intento de sobrepasar y minimizar al personaje de Thomas Harris en su Red Dragon- no logra despegar y superar en efectividad al monje albino de la novela anterior, Silas.

Langdon menciona como referencia un par de veces lo sucedido en 'Angeles y demonios' y también en 'El código Da Vinci', pero con tal desgano que nada se hubiera perdido -y sí mucho obtenido- eliminando tales referentes.

Brown no osa traspasar el umbral en su novela. Percibo miedo. Un miedo ciego, casi visceral. ¿Será el mismo Dan un masón, de plano iniciado y versado en algunos de los 'secretos' que pretende contar en su novela? El tono que adquiere a lo largo de sus 600 páginas pareciera confirmar esa sospecha, mas percibo también que esa es una treta con fines netamente comerciales.

Al escribir sus dos novelas anteriores, se lanza cual kamikaze contra el Vaticano y sus demás filiales. Sabía que eso sería redituable. Pero, ¿lanzarse así en contra de la masonería, tan arraigada y respetada en los Estados Unidos de Norte América? No se atrevió a tanto, y sólo recopila lo que se dice aquí y allá y más allá. Ni qué decir que debió tener a su lado El Péndulo de Foucault, y esas películas de la Disney apellidadas 'National treasure'. Su 'Símbolo perdido' es un largo circumloquio alrededor de ambas obras, y valga decirlo, ambas obras sobrepasan muchísimo el ladrillo de Brown.

Lo más detestable de su novela es que, al igual que su personaje Langdon, Brown escribe sin un mínimo de curiosidad ni excitación sobre temas ya tan polémicos y atacados como la eutanasia y su relación con la "Noética". La sensación general que persigue al lector de esa novela, es la de que el autor, pasada la página 200, quiere terminar lo antes posible con ese trabajo del demonio. O con ese encargo del editor-impresor -¿serán ambos el mismo?.

En fin, desde mi punto de vista, El Símbolo perdido es un tropezó gravísimo en la carrera de Brown. Deberá definitivamente matar a Langdon -estuvo a un ápice de hacerlo, pero se arrepintió, y eso tuvo consecuencias terribles para el personaje mismo- o retirarlo y sacar a la luz algún digno sucesor. Confiemos que no opte por hacer algo muy a lo Jack Hunter... que se quedó en una mera caricatura y calzabotas de Indiana Jones.

Sería un ejercicio interesante que un mismo autor retire a un personaje y elija 'voluntariamente' a su sucesor, quizá en ello encontraría Brown, y todos los autores de la misma corriente, un ejercicio magnífico de verdadera creación -y vocación- literaria.

Nam stat fua cuiq~ dies, breue et irreparabile tempus.

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