Las marcadas.


Es media tarde.

Quince minutos antes de las cuatro comienzan a salir, y desgranan sus historias en los doscientos metros que median entre la puerta de la entrada principal, y la esquina donde esperan que el autobús haga su alto y el chofer no les reclame por obligarle a realizar dos paradas en dos esquinas diferentes.

Suben con desparpajo y la sonrisa en los labios y las ropas. El peinado re-hecho, coletas rápidas, los sostenes apenas abrochados y con los tirantes levemente fuera de lugar; ojos enmielados que ni la senda sin pavimentar ni las piedras traicioneras asomando cada veintena de centímetros pueden domar: ellas las han cruzado un par de veces cada martes de cada mes de cada año.

Todas ostentan las marcas de sus hombres. No ocultan de dónde vienen, y no les importa que los pasajeros adormecidos por el hambre retardada se pregunten hacia dónde van, en dónde viven, o por qué deben someter el disfrute amoroso a horarios estrictos. Ellas no usan mascadas, chalinas ni bufandas ni cuellos altos. Los han dejado de lado, y ninguna habla de lo que dejan atrás, de quien quedó encerrado y espera con ansia la llegada del próximo martes.

Las marcas en cuellos, brazos, pechos, tienen la frescura de un betabel recién cortado. Brillan, y en su brillantez se adivinan adormecidas, marcas del placer diurno resguardado por las leyes penales que rigen los Centros de Readaptación Social. Aquellas marcas las hermanan.

Algunas tienen apenas diecisiete, dieciocho años. Algunas otras rondarán los cincuenta. Pero las edades desaparecen mientras esperan la llegada del camión urbano, y mientras suben con la esperanza de encontrar algún asiento vacío.

No se hacen acompañar de sus hijos. Alguna lleva a su hija mayor, pero a expensas de renunciar al contacto íntimo y más que otra cosa por aprovechar la 'bandera roja'.

Ellas han aprendido a hablar de otro modo. No hay palabras tabú, hablan de "güevos", "vergas" y cada tres o cuatro frases asoma "un hijo de la chingada". Pero esto no es gratuito. Ellas saben que ocupan el lugar de su hombre, que han de sacar adelante a la familia, a los críos que esperan en casa. Usan el lenguaje tal como lo usan sus maridos, sus parejas, sus amantes. Y su sintaxis, los modos, las inflexiones de la voz son otros. Aprendieron a usar la voz como una forma eficientísima de defensa, y saben que una interjección a tiempo puede ser brutal y demoledora.

Por ello no ocultan sus marcas. Dejan en claro que tienen dueño por voluntad propia, dejan en claro que ellas son de alguien más, dejan en claro que están allí para no dejar que la familia se desbarranque y que de ellas depende que a sus hijos "no se los lleve la chingada" y que nadie "se quiera pasar de verga" con ellas. El chofer lo sabe, y las deja pasar sin atreverse a mirarles la cara, incapaz de sostener aquellas miradas recias y fieras, limitándose al cobro de los diez pesos del pasaje.

Suben al autobús como antaño pudieron hacerlo las campesinas de las novelas románticas: de dos en dos, de tres en tres. Se saben miradas, y el silencio es unánime, sólo ellas hablan, ríen, se quejan y se confortan, pero sin ningún romanticismo, sin sensibilerías.

Se saben marcadas.

Se saben solas.

Hasta que sea martes otra vez.

Hasta que sus hombres salgan de la cárcel, o hasta que la cárcel mate a sus hombres.

Nam stat fua cuiq~ dies, breue et irreparabile tempus.

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