El silencio y la cruz.

Sangrante, el cuerpo destrozado, los pies descalzos y el rostro desfigurado. Con la cruz a cuestas, el Maestro va recorriendo aquel camino de infamia y oprobio.

Él va, con la boca cerrada y los oídos bien abiertos. Escucha los murmullos, los reclamos, los lamentos, puede oír aquellas órdenes en latín y aquellas burlas en hebreo, arameo, galileo.

Sus oídos, abiertos, una vez colgado, perciben el palpitar del mundo. Escucha los improperios de los escribas y sumos sacerdotes, escucha las minuciosas instrucciones de quienes se juegan sus vestiduras, atiende la súplica de aquél ladrón crucificado.

No obstante, el camino del Maestro es un camino solitario, rebosa de silencio. Hasta el último instante, hay una voz que espera oír, pero no escuchará, y Él lo sabe.

El Padre ya no hablará. Ha enviado a sus ángeles al Getsemaní a confortarle, pero el Padre ya no hablará, guardará silencio. Hacerlo, sería poner en entredicho lo que dijo allá, cuando el Bautista hizo su parte y cumple lo escrito, justo antes de que el cielo se abriera y la voz resonante hiciese estremecer el orbe. 'Este es mi Hijo Amado'.

Aquello que se repite, que se dice dos veces, tiene la implícita inconveniencia de poner en entredicho lo que se pretende afirmar. Por eso el Padre calla. No va a decir, a repetirse Él mismo, no es necesario enfatizar lo que está a la vista de todos. que allí, en la cruz, su Hijo está a punto de traernos la redención, dejándose matar por los pecados del género humano.

Una vez que la cruz, en lo más alto del calvario, queda vacía, muda, el silencio sienta sus reales en el mundo. Es un mundo vacío, sin Dios, donde engañosamente la muerte parece señorear e instaurar una dictadura que se vale de lo más inmediato: la fragilidad humana, la debilidad del cuerpo, la innegable marcha del tiempo, para hacer que los incautos pierdan la fé, sumergiéndose en la desesperación o el desengaño.

No obstante, algo tiene aquel leño, ese madero, que hemos tocado, palpado. Hay algo sobrenatural en ese gesto inmediato, humano entre lo humano.

Al besar la cruz se entiende, se comprende. La contundencia de la madera, la repercusión cósmica de algo eminentemente terreno, que sirve para calentar en las noches frías, para levantar empalizadas y techos, para construir una carreta o un arado y, también, para apuntalar el cadalso.

Al besar la cruz, besamos nuestra propia naturaleza, reafirmamos nuestro paso en este mundo con celeridad y quizás, en el más obscuro y abyecto anonimato. La cruz, causa de escándalo, símbolo y signo de locura, sólo puede comprenderse y agradecerse también, con y desde el silencio.

1775.
Nam stat fua cuiq~ dies, breue et irreparabile tempus.

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